Aunque la piel depende del sol para producir vitamina D y absorber minerales como el calcio y el fósforo, la sobreexposición tiene efectos nocivos en la salud del mayor órgano del ser humano. Olvidar el protector solar en épocas de alta insolación puede salir caro y nos expone a riesgos innecesarios, en opinión de cualquier dermatólogo.
Por razones puramente estéticas, el ritual del bronceado impulsa a una parte de la población a tomar el sol durante demasiadas horas, a menudo con un factor de protección inferior a lo recomendado. Sucede que las células llamadas melanocitos responden a los rayos UV generando melanina, que actúan como un «escudo» de protección. Hasta aquí, una reacción natural y beneficiosa que, sin embargo, puede conducir a consecuencias nada positivas.
Las quemaduras solares o queratosis, por ejemplo, están a la orden durante el verano (la mitad de la población española las sufre una vez al año, según recientes estudios). En su forma leve, se manifiesta con enrojecimiento y molestias en la zona, pero a menudo se acompaña de ampollas y otros signos más alarmantes.
El deterioro de dos proteínas clave para la salud cutánea —el colágeno y la elastina— es otro efecto perjudicial del sol. Como resultado, la piel se muestra menos elástica y firme y es más proclive al desarrollo de arrugas y manchas solares.
¿Pueden los rayos ultravioleta infligir daños a la estructura del ADN? La respuesta es afirmativa, lo que evidencia la peligrosidad del exceso de radiación solar. En concreto, tomar el sol sin la protección adecuada eleva la probabilidad de sufrir cáncer y envejecimiento prematuro de piel.
Por último, otro riesgo de este agente ambiental es la falta de agua en la epidermis, que lógicamente se traduce en una mayor sequedad de la piel. De modo indirecto, la deshidratación está relacionada con una extensa gama de enfermedades, como la insuficiencia renal, la diabetes, la fibrosis quística, el shock hipovolémico, la úlcera y un largo etcétera de patologías.