Cocina local con vistas y buen ambiente

A cierta hora de la tarde, cuando el sol se toma su tiempo para hundirse en la ría como si supiera que lo están fotografiando, hay un rumor que compite con el del mar: vasos chocando, cubiertos que marcan el ritmo y conversaciones que suben de volumen según llega la segunda ronda de albariño. En ese escenario, preguntarse por el mejor restaurante Sanxenxo no es trivial; la respuesta se cocina a fuego lento entre la frescura del producto, la pericia del equipo y un entorno que convierte la cena en una pequeña ceremonia con banda sonora de olas y gaviotas opinando sin que nadie se lo pida.

El local que nos ocupa juega sus cartas con astucia. Abre las ventanas como si descorchara la tarde y deja que el aire salino haga de maître, esa brisa que te sugiere sin palabras que pidas algo de la ría. El interior, sobrio y cálido a la vez, combina madera y piedra con una iluminación que evita el “modo interrogatorio” tan frecuente en espacios con demasiadas pretensiones. También se nota el mimo en los detalles: manteles que no compiten con el paisaje, cristalería limpia hasta el capricho y una cocina a la vista lo suficientemente abierta como para generar confianza, pero lo bastante discreta como para que el comensal no salga oliendo a parrilla. Desde las mesas de la ventana, la playa se convierte en lienzo en directo; desde la terraza, la ría parece acercarse de puntillas con cada ola.

El relato empieza siempre en la lonja, y aquí lo cuentan con naturalidad. Las cartas cambian según dicta la marea y el calendario, lo que se traduce en navajas tersas que crujen apenas al morder, almejas con un punto de ajo que acompaña sin invadir, calamares de potera con textura honesta y, cuando el mar se pone generoso, percebes que desenfundan su perfume a costa de un precio que nadie finge no ver. La plancha manda, el horno remata y la brasa asoma en las piezas más nobles, esas que no necesitan fuegos de artificio, solo calor y respeto. El pulpo llega firme, sin convertirse en un examen de mandíbula, y el arroz caldoso con bogavante no pretende robar la escena a todo lo demás: entiende que es plato principal, sí, pero comparte foco con una empanada fina de masa quebradiza y un pescado de pincho que se sirve sin adjetivos, porque el adjetivo se lo pone el primer bocado.

El servicio sorprende por lo que no hace: no recita discursos ni intenta adivinarte la vida, pero está cuando lo necesitas y aparece con soluciones antes de que formules las preguntas. Si la mesa le coge cariño al sol, te mueven la sombrilla; si dudas entre dos vinos, te explican la diferencia con claridad de boletín meteorológico. Y hablando de vinos, la bodega mira a la DO Rías Baixas con cariño, como debe ser, aunque no se olvida de algún godello bien avenido y tintos que se desmarcan de la rutina gallega sin pedir perdón. Todo con precios que se muestran a plena luz: pizarra con producto del día y tarifas por peso cuando procede, cartas sin trampas y un ticket medio que, salvo caprichos de marisco de altos vuelos, se queda en una zona razonable para lo que se ofrece. Puede que las gaviotas opinen gratis, pero aquí la relación entre lo que pagas y lo que recuerdas sale aprobada con nota.

La clientela es un mapa de historias. Familias que celebran algo sin anunciarlo, parejas que descubren que el atardecer también se marida, grupos de amigos que aparcan el móvil más de lo habitual y viajeros que han llegado guiados por el rumor de que aquí se come “como Dios manda” sin perder la sonrisa. La música acompaña sin ponerse medallas, un hilo que evita la omnipresente lista de éxitos internacionales con sabor a ascensor y apuesta por un ritmo que deja hablar al mar. Hay tronas si las pides, paciencia con los carros y, en la terraza, mejor preguntar por la política de mascotas; cada espacio tiene su equilibrio y aquí lo cuidan como se cuida la sal en los asados: la justa.

Conviene reservar cuando el cielo promete espectáculo, especialmente en días despejados en los que todo el mundo decide a la vez que le apetece una mesa al borde del agua. La primera franja del mediodía tiene encanto para quienes gustan del baño después de comer, y las cenas de temporada alta, con su murmullo animado, son territorio de quien disfruta del ambiente con chispa. En meses más tranquilos, la experiencia gana en sosiego: el producto sigue a la altura, el personal se permite conversar un poco más y el paisaje se vuelve más íntimo, con nubes que pintan cuadros distintos cada tarde. La cocina, fiel a su calendario, saca partido de lo que toca: si es tiempo de zamburiñas, llegan a la mesa con ese dorado breve que las hace inolvidables; si manda la huerta, los pimientos asados saben a fuego lento de verdad.

No faltan guiños a la tradición bien entendida. La patata panadera es exactamente eso, panadera, sin disfraz; el ajoblanco, cuando aparece, lo hace para refrescar, no para imponer; y las salsas son como los buenos titulares: claras, cortas y que no se comen la noticia. Quien venga buscando filigranas encontrará técnica discretamente aplicada, y quien pida sencillez, hallará sabor directo. Al postre, hay división de poderes entre los partidarios del flan cremoso “de los de antes”, la tarta de queso que evita la moda del exceso y unas filloas que recuerdan que el final de una comida puede ser un abrazo y no un estruendo de azúcar.

Un apunte práctico para los que gustan de hilar fino: las mesas de la línea exterior, si hay brisa, agradecen una chaqueta ligera incluso en pleno verano; el sol engaña, la ría refresca y el café sabe mejor cuando no se tiembla. Si te sientas de cara al oeste, no subestimes el poder del reflejo sobre el plato; los fotógrafos de mesa agradecerán una sombra amiga. Y, ya que hablamos de pequeños rituales, pedir al equipo que te sugiera el pescado del día según corte y tamaño no es capricho: a veces el mejor acierto es dejar que la cocina elija la partitura y tú te encargues de aplaudir con el tenedor.