Ponerse un traje es casi un ritual. La estructura de la chaqueta, la caída del pantalón, el nudo de la corbata perfectamente ajustado… Son pasos que construyen una armadura para afrontar una reunión importante, una celebración o simplemente un día que exige lo mejor de uno mismo. Pero para mí, el verdadero momento de transformación, ese instante en que el conjunto cobra vida y se vuelve verdaderamente mío, llega con un pequeño clic metálico: el de mis gemelos joya.
En una ciudad como Vigo, donde el estilo a menudo se inclina hacia una elegancia más relajada y funcional, el acto de vestir un traje con todos sus complementos es una declaración de intenciones. Y para mí, esa declaración se concentra en mis puños. Poseo varios pares, pero mis favoritos son unos de plata de ley, de diseño clásico y atemporal, con una pequeña y discreta incrustación de ónix negro. No son ostentosos, ni pretenden llamar la atención de forma evidente. Su valor es mucho más íntimo.
El momento de asegurar los puños de una camisa de doble ojal es mi pausa antes de salir al mundo. Es un gesto metódico, casi ceremonial. Mientras doblo la tela y paso el pequeño poste a través de los ojales, siento cómo se asienta todo. El clic seco y satisfactorio del cierre es la señal de que estoy listo. Ese pequeño peso en mis muñecas, el destello sutil de la piedra pulida cuando la luz la roza, es una fuente de confianza silenciosa. Es un secreto entre la tela y yo, un recordatorio de que la elegancia reside en los detalles que no todos ven, pero que uno mismo siente.
Para mí, llevar estos gemelos es mucho más que una simple cuestión de moda. Es un gesto de respeto por la ocasión y por mí mismo. Es un pequeño homenaje a una forma más clásica de entender el vestir, un contrapunto a la prisa y la uniformidad del mundo moderno. En el lienzo que es un traje oscuro, los gemelos son mi firma personal, el único punto de joyería que me permito y que concentra todo mi estilo.
Mientras que el traje me da la estructura y la formalidad, son mis gemelos los que le aportan el alma. Son ese detalle final que, sin pronunciar una sola palabra, lo dice absolutamente todo.